2.4.12

Tres.


3

Ella se desconoció al colgar la llamada, porque aquello de sabotaje salió sin pensarse, y más uno gracioso,  que el único que conocía era el de ese vídeo del ’94. La risa ya había salido y bueno, los gatos no se bañan en las duchas, así que sí venía siendo una opción el levantarse de la cama y agarrar del clóset lo primero que encontrara. Lo hizo como si fuera la decisión de toda su vida y una vez más la risa la atacó, se dijo que estaba como para que Carlos se la comiera. Sarcasmo o no, conociéndolo, todo era posible como que la cogiera ahí mismo sin baños y esa comezón en la piel.

Después de tanta ansiedad, en la cocina, con una taza ya vacía de café sin azúcar, su madre la vio entrar, pero no como lo imaginaba. Su hija llevaba a cuestas una sonrisa y un ánimo exagerados. Siempre había creído que su hija necesitaba ayuda psicológica, pero le espantaba el hecho de que toda la familia se enterara del mal que le habían hecho. Sí, ella se sentía culpable, muy en el fondo, sentía que su hija vivía con odio porque ella le enseñó a sentirlo, a pensarlo y a vivirlo. Siempre tuvo miedo a ser ella quien lo experimentara, porque no sabría qué hacer con él, y le resultó más fácil transmitírselo a su hija menor. Y es que por eso la esperanza estaba puesta en la hermana mayor. A ella no le habían enseñado a sentir lo que no era suyo.

Espantada, como si estuviera en presencia de un verdadero acto de terror, la madre observa a su hija tararear una canción desconocida, mientras prepara rápidamente unos huevos que comerá con pan y sin chocolate, porque no tiene tiempo para prepararlo ni cuerpo que aguante el calor al beberlo. Ella sigue tarareando con comezón y muchas ganas de reír, cuando siente la mirada temerosa de su madre. ¿Qué acaso cree que su hija es capaz de agarrar el cuchillo de la cocina y matarlos a todos? Esa tarea te la dejo a ti, madre. Tienes todo el derecho, me diste la vida y me la puedes quitar, ¿trato justo, no? Aquellas eran las pocas palabras que esperaba de su hija, pero al contrario, ella resolvió quitarle esa mirada de miedo y le dijo que había terminado con Carlos, o que bueno, él lo había hecho por ambos, porque ella no confiaba en sí misma como para estar sola. Que la piel le picaba y que no era por la falta de la ducha en la mañana, que no tomaría chocolate por la falta de cuerpo y tiempo, y que, por no haberla despertado a tiempo, ya iba tarde para la exposición final de las 8:30.

Ahora la espantada era ella, que si no era un maúllo y un sabotaje gracioso, las palabras que le acababa de disparar a su madre habían salido de la manera más improvisada posible. La comezón aumentaba, pero al parecer se calmaba cada vez que abría su boca. A decir qué, cómo y por qué, no tenía la menor idea, pero al parecer su cerebro y su boca estaban desconectados hoy, y a la vez unidos, para combatir la comezón ya no tan habitual.

Se asustó y salió corriendo de la cocina y una vez más, esas incontrolables ganas de reír la invadieron. Río todo el camino de la cocina al baño, para terminar de arreglarse y salir al mundo. Preparó sus peines, sus cremas, su maquillaje y su cepillo de dientes. Se lavó las manos con bastante agua y jabón, porque ha de confesar que, aunque quiera ser gato, el agua no la encuentra tan horrible después de todo. Se lavó la cara con bastante cuidado y al levantar la mirada al espejo, soltó un grito sordo. No quería llamar la atención de su mamá, no quería seguir sintiéndose rara en esa mañana de lunes, pero lo que veía en el espejo la espantaba. Mejor, lo que no veía en el espejo. Su reflejo no estaba en él, podía ver la pared color pastel que tenía atrás, pero no se podía ver a sí misma. Como un fantasma, había desaparecido y los espejos no la reflejaban.

Dio un grito sordo de nuevo. 

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