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Ella se desconoció al
colgar la llamada, porque aquello de sabotaje salió sin pensarse, y más uno
gracioso, que el único que conocía era el
de ese vídeo del ’94. La risa ya había salido y bueno, los gatos no se bañan en
las duchas, así que sí venía siendo una opción el levantarse de la cama y
agarrar del clóset lo primero que encontrara. Lo hizo como si fuera la decisión
de toda su vida y una vez más la risa la atacó, se dijo que estaba como para
que Carlos se la comiera. Sarcasmo o no, conociéndolo, todo era posible como
que la cogiera ahí mismo sin baños y esa comezón en la piel.
Después de tanta ansiedad, en la cocina, con una taza ya vacía de café sin azúcar, su madre la vio entrar,
pero no como lo imaginaba. Su hija llevaba a cuestas una sonrisa y un ánimo
exagerados. Siempre había creído que su hija necesitaba ayuda psicológica, pero
le espantaba el hecho de que toda la familia se enterara del mal que le habían
hecho. Sí, ella se sentía culpable, muy en el fondo, sentía que su hija vivía
con odio porque ella le enseñó a sentirlo, a pensarlo y a vivirlo. Siempre tuvo
miedo a ser ella quien lo experimentara, porque no sabría qué hacer con él, y
le resultó más fácil transmitírselo a su hija menor. Y es que por eso la
esperanza estaba puesta en la hermana mayor. A ella no le habían enseñado a
sentir lo que no era suyo.
Espantada, como si
estuviera en presencia de un verdadero acto de terror, la madre observa a su
hija tararear una canción desconocida, mientras prepara rápidamente unos huevos
que comerá con pan y sin chocolate, porque no tiene tiempo para prepararlo ni
cuerpo que aguante el calor al beberlo. Ella sigue tarareando con comezón y muchas
ganas de reír, cuando siente la mirada temerosa de su madre. ¿Qué acaso cree
que su hija es capaz de agarrar el cuchillo de la cocina y matarlos a todos? Esa tarea te la dejo a ti, madre. Tienes
todo el derecho, me diste la vida y me la puedes quitar, ¿trato justo, no?
Aquellas eran las pocas palabras que esperaba de su hija, pero al contrario,
ella resolvió quitarle esa mirada de miedo y le dijo que había terminado con
Carlos, o que bueno, él lo había hecho por ambos, porque ella no confiaba en sí
misma como para estar sola. Que la piel le picaba y que no era por la falta de
la ducha en la mañana, que no tomaría chocolate por la falta de cuerpo y
tiempo, y que, por no haberla despertado a tiempo, ya iba tarde para la
exposición final de las 8:30.
Ahora la espantada era
ella, que si no era un maúllo y un sabotaje gracioso, las palabras que le
acababa de disparar a su madre habían salido de la manera más improvisada
posible. La comezón aumentaba, pero al parecer se calmaba cada vez que abría
su boca. A decir qué, cómo y por qué, no tenía la menor idea, pero al parecer
su cerebro y su boca estaban desconectados hoy, y a la vez unidos, para
combatir la comezón ya no tan habitual.
Se asustó y salió
corriendo de la cocina y una vez más, esas incontrolables ganas de reír la
invadieron. Río todo el camino de la cocina al baño, para terminar de
arreglarse y salir al mundo. Preparó sus peines, sus cremas, su maquillaje y su
cepillo de dientes. Se lavó las manos con bastante agua y jabón, porque ha de
confesar que, aunque quiera ser gato, el agua no la encuentra tan horrible
después de todo. Se lavó la cara con bastante cuidado y al levantar la mirada
al espejo, soltó un grito sordo. No quería llamar la atención de su mamá, no
quería seguir sintiéndose rara en esa mañana de lunes, pero lo que veía en el
espejo la espantaba. Mejor, lo que no veía en el espejo. Su reflejo no estaba
en él, podía ver la pared color pastel que tenía atrás, pero no se podía ver a
sí misma. Como un fantasma, había desaparecido y los espejos no la reflejaban.
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