30.4.12

Siete.


7

A lo lejos su hermana mayor la veía corriendo, llegaban al tiempo a su casa, escenario que se repetía rara vez, pero que ésta sí tenía todo lo raro que se podía imaginar. A diferencia de muchos días, su hermana no llegaba de la mano besándose con el baboso de Carlos –como se atrevía a decirle sin que su hermana se enterara–, tampoco llegaba quemando carros con la mirada y fusilando niños con groserías para que corrieran a los brazos de sus madres. Tampoco iba ignorando al mundo con la música de su iPod a todo volumen y, aunque fuera lunes y ya hubiese sucedido, tampoco llegaba borracha.   No,  su hermana venía corriendo y riendo a carcajadas.

No alcanzó a preguntarle si, por casualidad, tanta felicidad se debía a la marihuana que ella tenía escondida en su cuarto y que siempre debía cambiar de lugar porque ya estaba cansada de que su hermana la buscara y que no compartía, según ella porque la suya sí era medicinal, cuando su hermana la abrazó. Ese incómodo momento duró bastante, lo suficiente para que la menor le dijera a la mayor que no la odiaba a ella por ser quien era, sino por ser quienes sus padres imaginaban, por esa imagen de perfección barata que tenían sobre ella y la cual querían que imitara. Le dijo lo mucho que la admiraba por esas otras cosas que papá y mamá no sabían, como lo de la marihuana, como por esas cosas que la hacen más humana, con errores y montones de defectos, y no una diosa hecha hermana. Y por último le dijo que se callara, que la única que hablaría hoy sería ella y que no le comentara a nadie esta conversación porque no tenía tiempo de darle explicaciones a nadie, que estaba muy ocupada buscándose.

Se acabó el abrazo incómodo y las palabras sueltas. La menor entró, riendo, porque no podía creer lo que acababa de hacer. De decir, que aunque no fuera mucho, el miedo siempre se encargaba de callarla. Entró a casa y buscó comida en el refrigerador. Su mamá parecía no haberse movido en todo el día excepto cuando buscó a su hija en el baño. Seguía en la cocina con su mirada de miedo, algo pensativa, y con lo que parecía ser otra taza de café sin azúcar. Mientras buscaba algo en la nevera encontró un vino rojo y sintió que… que le debía a su mamá una conversación. No sabía sobre qué, pero entendía que el vino ayudaría al menos a quitarle la mirada de miedo a su mamá.

Su madre la seguía aún con aquella mirada, sin producir ningún sonido, ni siquiera cuando la saludó. Se percató del vino rojo y las copas que su hija iba sacando y entendía que eran para ellas dos.

El momento había llegado, y era válido sentir miedo. Su mamá ya lo sabía.

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