23.4.18

The bus.

Habíamos decidido viajar a la capital para mi cumpleaños. Queríamos cambiar de ambiente, sobretodo yo que tenía miedo de vivir mi primer cumpleaños fuera del país, con el invierno todavía a flor de piel y con una calladita malparidez existencial asomándose por la ventana, como siempre.

Tuvimos un viaje tranquilo en tren desde la noche del 2 de marzo hasta la capital. No tomamos alcohol, hablamos de política y me entregaron mis bonitos regalos. Todo bonito y todo bello hasta el momento. Llegamos en la mañana del 3 de marzo y, conociéndome como me conozco, que me entretengo a veces con una simple mosca, decidí que escogieran por mí todo. El plan, el almuerzo, la salida, la bebida... simplemente todo. Dejé que me consintieran. Llegó la noche, salimos a comer a tomar, bailar, escuchamos buena música, salimos de un bar a otro y la noche seguía su curso. Normal.

Luego, la cantidad de alcohol ya se me hizo bien absurda y decidí que tenía que para o iba a vomitar. Lo sabía. Y nuestra amiga A. ya había desaparecido de la pista de baile y no podía dejar de pensar que ella era ya la primera en ir al baño a descargarse. Fui a buscarla y la encontré como a todas las mujeres en el baño: retocándose el maquillaje frente al espejo. Qué alivio. Hablamos un rato antes de salir y gracias a ese chitchat llamamos la atención de otra mujer que estaba ahí. Se presentó, nos dijo que era profesora de inglés, que trabajaba en China y que estaba el fin de semana de visita porque su esposo trabaja en la capital. Cómo me encantan esos encuentros tan random que se dan. La señora (de quien no recuerdo el nombre) fue muy amable y nos dejó continuar con nuestra charla, a A. y a mí.  

Volvimos a bailar, nos divertimos y en eso estábamos, en nuestra celebración. Punto. De vez en cuando llamábamos la atención de la gente alrededor simplemente porque no seguíamos ningún paso en particular, sólo nos dejábamos llevar por la música. En un momento, decidí que ya no quería seguir allá, le dije a mi esposo y así, sin más, nos empezamos a despedir. 

La señora que conocimos en el baño nos vio y se acercó a la pista, le dije que nos íbamos, preguntó por mi nombre de nuevo y sin pedirlo, sin darme explicaciones, sin nada, simplemente me dijo: Stop being like that. Show you're a diva. Show you're worth it. Stop going around like [y hace ahí como cualquier persona tímida haría al llegar a un nuevo lugar]. Believe in yourself. Se despide y ya.

Así. Durante una semana esta señora me jodió el pensamiento porque no pude entender cómo alguien tan ajeno a mi, alguien que conocí en un baño de un bar es capaz de leerme de esa manera y decirme eso. Sobretodo eso, CAPAZ DE LEERME. Porque sé que muchas veces he vendido la idea de creerme el cuento de quien soy, y la gente cree que soy una persona segura de sí misma. Pero esta señora NO se comió el cuento y me lo dijo, cual si fuera mi regalo de cumpleaños, porque era justo lo que necesitaba escuchar.

Y escribo sobre eso hasta ahora porque desde mi cumpleaños hasta el día de hoy, he tenido días buenos y malos, y sé que los días malos los llamo así cuando en particular siento que me odio un poquito mucho por lo que hago o dejo de hacer. Por lo mediocre y aburrida que soy en muchísimas ocasiones. Por creer que no puedo hacerlo mejor, que sólo puedo hacerlo así: mediocremente, porque eso de ser grande, eso no es para mí. Pero es que luego se me olvida que tengo millones de oportunidades para aprender, que no tengo 90 años y estoy condenada a simplemente esperar mi muerte. Que todavía sigo aprendiendo (y que de seguro, cuando tenga 90, algo más tendré que aprender) y que no estoy acabada. No estoy limitada.