Lo menos esperado era una pelea con mamá. Después de alguna tarde borrosa y agitada, lo menos esperado era recibir un tipo de respuesta agresiva de aquella mujer que es un pilar fundamental en mi vida. Y eso es algo que aún debo aprender- lo inesperado que tiene la vida.
Después de aquella tarde, de aquellas cosas ya esperadas estaban mi pijama y una buena cena. Y con mi pijama puesta y acercándome hacia la cocina por algo de comer, empieza la pelea con mamá. Sin razón aparente, o con alguna que ahora con descaro me atrevo a ignorar, ella me ataca. Como si la tarde que quiero olvidar no hubiese sido suficiente, mamá me ataca. Me ataca por no servir para nada, me ataca por ser inútil, me ataca por dedicarme a la docencia como si eso sirviera de algo. Sin embargo ella se las arregla para hacerlo de la manera más tranquila posible. ¿Pero cómo?, me pregunto yo. ¿Cómo lo hace, si yo siento ganas de arrancarle la cabeza por ser ella quien me ataca de esa manera? Duele, aunque quiera negarlo, duele. Duele en las entrañas, duele como si la conexión del cordón umbilical aún existiera y ella me transmitiera tanta rabia y dolor desde allí. Y sí, dejo salir mi instinto, tantos discursos sobre inteligencia emocional quedan reducidos a nada. A esa nada que mamá dice que soy. No funciono, no soy yo para pelear, para discutir, y menos con mamá. Pero ella sigue, ella sigue hiriéndome con sus tranquilas palabras. Yo, en mi desesperación sólo encuentro gritarle, gritarle como si con ello lograra espantar sus palabras, acallarlas. Porque tal vez así mamá me haría entender el porqué de sus palabras. Porque siento que atrás de todo ello se oculta algo más grande, algo totalmente ajeno a mi y mucho más cercano a ella. Alguna verdad que ella quiere esconder y que con gritos quiero ver. Y mis gritos se vuelven demasiada luz para esa verdad, porque sí, mamá oculta algo tras la puerta, o mejor, a alguien. A un hombre, alto, muy alto, también delgado, de piel blanca y cabello claro. No logro ver cómo está vestido, pero sé que no está nada bien. Mamá me sigue hiriendo y a la vez, con su cuerpo, me comunica que ese hombre necesita ayuda, que papá, al otro lado de la cocina, no puede saberlo y que yo debo hacer algo. Me pasa algo de ropa, y de nuevo con su cuerpo, me dice que se la dé y que por favor, lo deje entrar en mi cuarto, sin que nadie, excepto las dos, lo veamos entrar. Yo entiendo, todavía herida y sorprendida, sigo gritando pero atendiendo a las órdenes de mamá. Tomo a ese hombre por sus manos, y el gentilmente se deja conducir hacia mi cuarto. Mis gritos se confunden entre lágrimas y mocos, y no paro de gritar, y no paro de llorar, aunque ya haya llegado a mi cuarto, sostenga a un hombre totalmente desconocido en mis manos y estemos solos, los dos. Su rostro tiene una paz singular, una contagiosa pero cuestionable. No sé en qué momento, él ya utiliza la ropa que mamá me había dado antes. Yo sigo dudosa, sigo llorando y necesito respuestas. Lo empujo hacia mi cama o mejor, lo hago caer, pues mi cama es todo un refugio en el suelo. Lo hago caer o él se deja caer con una sonrisa, yo me lanzo hacia él, llorando, desesperada. Lo tomo de su pacífico rostro, como si allí encontrara alguna respuesta. Como si mamá me hubiese dicho que él sabría que decirme y que era imperativo tenerlo en mi cuarto en ese momento de mi vida. Lo tomo de su rostro, nos miramos, me sonríe con su rostro de niño grande, le pregunto entre sollozos cuál es su nombre. Él se ríe, muy inocentemente, me toma por mi rostro, como si fuera un juego al que nos invitamos a jugar, luego me toma las manos y me dice: "I see lies". Entiendo que ese no puede ser su nombre y que, al contrario, me está diciendo algo en inglés. Mentiras, eso es lo que ve. Yo me siento más tranquila.
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