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La mañana era soleada, y su cuarto no podía evitar
brillar tan fuerte como lo hacía hoy. Era lunes, como tantos otros lunes en los
que ella se prometía a sí misma que las cosas serían diferentes, como ser ella
quien dejaría a Carlos, como dejar el cigarrillo cada que estaba ansiosa y que,
en su tiempo libre, volvería a tocar el piano como cuando tenía diez años.
Promesas que lo único que hacían era brillar en el cuarto a las 8 de la mañana,
rotas y totalmente esparcidas. Por fortuna, no tenía que compartir cuarto con
su hermana mayor, aquella con la que sus padres vivían comparándola, porque su
hermana, al menos, no vivía en el desorden de un cuarto lleno de promesas sin
cumplir.
En el primer piso, tomando un café sin azúcar,
estaba su mamá. Sabía que su hija menor debería estar en camino a clase de
8:30, que en ese mismo instante debería estar tomándose su chocolate caliente y
quejándose por el sol de verano golpeando en la ventana de la cocina, pero se
negaba a despertarla, veía en ello una tarea inútil. Primero, con los gritos
que su hija lanzó a media noche, entendía que algo había pasado con Carlos,
aquel muchachito –con diminutivo y todo– que detestaba tener cerca. El hombre,
sin proponérselo, o tal vez con toda la intención del mundo, siempre olía a
sexo, y ella sabía que no era con su hija.
Segundo, porque con ésta, ya se contaban tres semanas que había dejado
de despertarla pues su hija alguna vez le respondió que detestaba que le
recordaran que había amanecido viva. Su mamá, de la cual le heredó el cabello
liso, el color canela de la piel y el miedo a la verdad, se aterrorizaba de
tener que escuchar de nuevo esa horrible respuesta. Su hija, por su parte se
alegraba, porque había encontrado la manera de evitar a su mamá en las mañanas.
Que si se quería morir o no, todavía no lo sabía, pero aquello de despertar y
ser una persona madrugadora realmente no era algo que quisiera hacer. Qué importaba si
el precio a pagar por esto era una mamá traumatizada.
Su hermana de la casa ya
había salido, y en la cocina preparado y listo les tenía el desayuno a sus
padres. A su hermana no, y no porque no la quisiera y esa curiosa enemistad
entre hermanas jugara con ella también, simplemente se cansó de ver cómo le
rechazaban todo lo que cocinara. Su hermana menor sentía que todo tenía su
sabor, ese inconfundible sabor a hermana mayor que sí podía ser el orgullo de
la familia. El sabor al corriente éxito le asqueaba, como sol de verano en la
cara.
El sol seguía brillando y
el tiempo pasando, cada vez se hacia más tarde, y pues sí, qué más daba si éste
era o no un nuevo día para el mundo, hoy ella simplemente no quería hacer parte
de él. No quería ser persona, levantarse de su cama, siquiera bañarse y
prepararse un buen desayuno. No sé si me
duele la soltería en la médula o que simplemente él sí haya tenido las agallas
de irse primero y que ahora no tenga con quien soportar tanta mier… sonó el
celular, como si fuera su aliado en ese olvidado propósito de verse un poco más
femenina y menos grosera, igual no importaba, estaba sola y no había nadie con
quién lucir bien.
El celular sonó, y Camilo
al otro lado de la línea sólo esperaba escuchar un “estoy cerca, ya los
alcanzo”.
-
¿Aló? –preguntó sospechosamente él al no ser atendido con el habitual
“Hola, loser”
-
Miau –recibió como respuesta.
No sé ustedes, pero los maúllos
son cosas de gatos, de esos que tienen hambre, sed, quieren ser consentidos o,
al contrario, reclaman su independencia y sus ganas de ser libres. Sin embargo,
también algunos seres humanos, especialmente los adultos, reproducen tan
felinos sonidos. No como un juego de actuar como gatos porque sí, esos juegos
se los dejamos a los niños y hoy ella no podía sentirse como uno. El supuesto
amor y su exagerada independencia la ahogaban en el mar de cobijas.
-
Jódete, mujer. Llevamos más de media hora esperándote –escuchaba ella
antes de volver a maullar.
Y él, con la esperanza de
obtener una respuesta, dijo:
-
Sólo a ti se te ocurre hacer esto el día de la exposición final. Odio
decirlo, pero sabes que te necesitamos. ¿Estás cerca ya?
Silencio y ganas de gritar
al otro lado de la línea. Y como de la nada, el silencio terminó y las ganas de
gritar se convirtieron en risas. En exageradas carcajadas que poco a poco se
fueron apagando hasta convertirse en una respuesta entendible en humano. Ella
pidió perdón por sabotearse, por parecerle gracioso y le pidió a su loser
favorito que ni le preguntara por qué. Le dijo que no estaba ni relativamente
cerca y que hoy más que nunca quería ser gata, pero que la magia se la dieron a
la Maga de Cortázar y no a ella. Que ya salía en camino.
-
Pues espero que hoy de gata, tengas el caer en tus cuatro patas y
enterita-. Su amigo colgó.
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