7.5.12

Ocho.


8

Lo único que se escuchaba en esa fría cocina era el sonido del vino siendo servido en las copas. Ella no paraba de sonreír, pero no porque tuviera motivos, sino porque era su única forma de aguantar esas ganas de reír. Terminó de servir y volteó para decir lo primero que saliera de su boca, como venía haciendo en toda la mañana, así fuera un absurdo Salud, en brindis al silencio incómodo o a la risa incontrolable.

-No tienes que dar explicaciones. Entiendo- le dijo su mamá.

Ella ignoraba totalmente de qué hablaba su madre, por un momento pensó que a lo mejor en su casa el fenómeno se daba para todos y su mamá también había perdido el reflejo, la sombra y tal vez algo más.

-         No sé qué me dirás ahora, pero estás en toda la libertad de hacerlo, y yo de aceptarlo y escucharlo- le decía su mamá sin apartarle la mirada-. Pueden suceder cosas que aún no entiendas, pero que son inevitables, los gritos anoche lo confirman. Lo que llamaste es muy fuerte.

Si su hija no estaba perdida antes, aquí ya la conversación se le salía de la risa y de las manos. 
-         Gracias por el vino. Brindemos, que ya es hora-, y de un sorbo, el vino en la copa de su madre se acabó.

Era cierto, el vino ayudó a quitar el miedo de la mirada de su madre, pero porque éste estaba viajando ahora por todo el torrente sanguíneo de su hija. Un miedo cálido, un miedo que quería abrigarla y que era suavemente refrescado por el vino rojo.

Terminó su copa de vino y se sirvió para ellas otras dos. Brindaron porque sí y volvieron a tomar. A su mamá ahora la abrigaba un aura de tranquilidad, una tranquilidad que le picaba a su hija en los ojos, porque una imagen como esa asustaba. Nunca habría imaginado ver a su madre de aquella manera. Desde pequeña siempre la recordó con miedo, con odios y muchos sufrimientos. Tal vez por las frecuentes salidas de su padre, por tener que cuidarlas a ella y su hermana o porque simplemente, como le parecía a ella, su madre era un ser de sufrimiento y miedo. Sin embargo, esa noche de lunes su madre parecía otra, como si, en su ausencia, se arrancara el miedo que tenía encima, como si cambiara de piel.

Piel. Recordó su comezón que en todo el día la seguía y se aliviaba un poco al hablar, pero que ahora le picaba más porque su madre había sido quien tomó la voz en la conversación más extraña con ella. Sabía que culpar el vino era una salida muy fácil, en su adolescencia su madre había tomado lo suficiente como para aguantar cinco botellas de vino. Dos copas no le harían daño. Además, sus palabras fueron antes de esas copas. Sus palabras venían de otro lugar.

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